Los
finos dedos de Florencia resbalaban delicadamente sobre el teclado del piano y
del instrumento brotaba una música suave, dulce y quejumbrosa como el lamento
de un amante herido. Era una canción que Florencia había compuesto y que aún no
tenía nombre. Era una melodía que sugería el batir de alas de las gaviotas
sobre una playa secreta y escondida a los ojos humanos.
Una
playa vacía, sin amantes que le dieran vida, que la justificaran. Faltaba ese
toque, ese chispazo de inspiración que elevara la partitura y Florencia que era
una concertista en acenso, estudiosa y delicada, lo percibía.
Su
estudio daba al fondo de su casa y de delante de ella se alzaba un muro de
ladrillos sin revocar como un velo marrón terroso erigido ante sus ojos. Pero
de pronto, algo atrajo su atención en el muro. Algo que se mecía suavemente,
acariciado por la brisa vespertina. Se levantó de la silla y fue hasta la
ventana y desde allí observó cuidadosamente.
Y
entonces descubrió la flor.
Era una
florecilla roja, silvestre, que había brotado allí abriendo sus humildes
pétalos al sol otoñal. ¿Qué hacía allí esa flor? ¿Cómo había germinado en un
sitio tan árido, tan inhóspito como aquel reseco muro de ladrillos? Florencia
no pudo menos que sonreír al hacerse estas preguntas y por un buen rato se
quedó absorta ante aquel pequeño y tenaz milagro de vida.
Pobre
flor que luchaba por sobrevivir, se compadeció. Tan lejos de las otras flores,
tan solitaria y sin embargo tan luminosa en sus colores, tan viva en su raíz.
Florencia
abandonó la sala y salió de la casa. Recorrió el pasillo flanqueada por el muro
de ladrillos y llegó hasta la flor. La observó de cerca. No había nacido en un
jardín, ni siquiera en una maceta y sin embargo regalaba sus colores a quien
quisiera verla, emitía su fragante perfume a quien quisiera aspirarlo.
Desde
aquel día, Florencia no dejó de amar a aquella flor.
-¿Qué
estás diciendo, Pablo?
Pablo
Irizar la miraba en silencio y con los labios apretados- Había dicho lo que
tenía que decir y ella, escuchado lo que jamás creyó que escucharía.
-Pablo,
por favor ¿Qué estás diciendo?-repetía ella con un espina clavada en su
sangrante corazón.
-Que
estoy enamorado de otra mujer.
Era
como estar dentro de una pesadilla. Bruscamente Florencia tuvo la sensación que
aquella confitería de la avenida Las Heras no era una confitería, que los mozos
y los clientes era monstruos zoomorfos que la miraban malignos y sonrientes,
saboreando su desdicha.
-No…no
podés estar hablando en serio- Florencia sintió que la voz se le desgarraba,
que el alma se le partía. No podía ser. Era una pesadilla y tenía que
despertar. Pablo estaba arrojando cinco años de noviazgo por la borda.
-¿Quién…quien
es?-atinó a preguntar con un hilo de voz.
-No la
conocés. Existe otro mundo más allá de tu música, Florencia. Un mundo de
personas que están vivas, que tienen otras emociones y deseos. En ese mundo
estoy yo. ¿Podés entenderlo?-en la voz de Pablo vibraba el filo de una daga
lista a cortar.
Florencia
ni siquiera lo insultó. En un gesto desesperado, intentó tomar sus manos, pero
él lo evitó.
-Ya es
tarde, Florencia. Me voy con ella a Roma en tres días. Lo siento, pero tenía
que decírtelo-no había un ápice de duda en la voz del hombre.
Los
ojos de Florencia se llenaron de lágrimas. El pagó la cuenta, se levantó y se
fue. Y ella nunca más volvió a verlo.
Los
días se amontonaron uno sobre otro e hicieron una pila enorme. Pasaron semanas,
meses y ta también años. Todo pasa. El tiempo es un dios condenado a correr y
jamás detenerse. El tiempo no conoce la piedad ni se detiene un segundo en los
breves o largos momentos perfectos o trágicos que les toca vivir a lose seres
humanos.
Y lo
seres humanos tienen que seguir viviendo. Y fue lo que hizo Florencia. Después
de todo ¿Qué otra cosa podía hacer?
-Te
amo, Florencia.
La voz
de Hernán Rovira le llegó envuelta en un suave murmullo y Florencia experimentó
un escalofrío. Estaban en aquella misma confitería de la avenida Las Heras
donde ocho años atrás Pablo Irizar se había despedido de su vida. El mismo
desgraciado lugar que ella podía recordar perfectamente.
Y el
pobre Hernán había elegido justamente ese lugar para declararle su amor. ¡Qué
triste y feroz ironía!
Hernán
era un individuo dulce y calmo que solía tocar en la misma agrupación musical
que ella. Tocaba el violín y era un músico discreto.
-Hernán,
yo…- Florencia trató de mirarlo a los ojos y no pudo.
¿Con
que palabras le explicaba que después que Pablo la abandonó, ella había vivido
exclusivamente para su música? ¿Qué se aisló de todo y de todos manteniendo
apenas el imprescindible contacto con el mundo? ¿Cómo decirle que sus heridas
del alma habían cicatrizado lentamente, a través de los años? ¿Qué sentido
tenía hablarle de las mil lágrimas derramadas en otras tantas miles de noches
de insomnio? Nadie cuenta la cantidad de lágrimas que derrama, pero en su caso,
Florencia sabía que habían sido muchas.
-Somos
buenos amigos…¿No te basta eso?-le preguntó con dulzura. Florencia tenía ya
treinta y dos años pero se sentía con muchos más por dentro.
Que un
hombre se hubiera fijado en ella, que la requiriera de amores era todo un
milagro. Ella ya no buscaba amor. Ella tenía su música, sus conciertos, su
trajinar por incontables salas del país y algunas del extranjero y no creía
necesitar ya nada más. ¡Había tantas mujeres que necesitaban amor y que tenían
mucho menos que ella! Después de Pablo Irizar, Florencia había anestesiado su
corazón. Después de todo ¿Qué es el corazón sino una noble máquina que bombeaba
sangre y nada más?
-No. No
me basta que solo seamos amigos. Te amo, Florencia. Te necesito-en la voz de
Hernán vibraba una intensidad desconocida, como ella jamás creyó que el callado
violinista pudiera generar.
No
quería herirlo, no deseaba lastimarlo. Florencia lo conocía hacía un poco más
de dos años. Lo consideraba un buen amigo, un excelente camarada. Habían salido
juntos algunas veces, al teatro, a algunos conciertos. El amor por la música
los unía y Florencia nunca se había preguntado demasiadas cosas sobre Hernán.
El estaba allí, simplemente.
-Escuchame,
Hernán. Esto no es correcto. Es como si hicieras trampas. Hay una barrera
tácita que ninguno de los dos debe transpone.
-No
sabía que existía esa barrera. Estoy enamorado de vos desde que te conocí.
Desde que el maestro Laguirre nos presentó ¿Te acordás?- Los ojos negros de
Hernán estaban clavados en ella.
Florencia
se juró que jamás volvería a esa confitería de la avenida Las Heras porque ese
sitio era un símbolo de malos ratos y desgracia para ella.
-Lo
siento, yo…
-No me
digas que estás enamorada de otro hombre porque sé que es mentira.
-¿Qué
decís?
-Que
estás sola. Que en tu vida no parece haber más lugar que para la música. Que tu
existencia es un desierto. ¿Acaso no te dás cuenta de lo que te pasa?
Los
colores afluyeron violentamente a las mejillas de Florencia.
-¿Quién
sos vos para hablarme así?-se encrespó.
Hernán
había alcanzado su trigémino, había hundido su dardo a través de la capa de
anestesia que Florencia dejara sedimentar por años en torno a su persona. En
cierto sentido la había rasgado, violado, mancillado. Florencia no se lo
perdonó en aquel instante.
-Te
amo. Te deseo ¿Entendés? Me muero por besarte en la boca y por estrecharte
entre mis brazos. Sí, lo que escuchás. Todo eso. Basta. Ya no jugaré más el
papel de hombrecito callado. Ya no seré un perrillo miserable esperando una
palmada o un hueso de parte tuya.
Había
furia en la voz de Hernán. Había también deseo en sus ojos. Había una pasión en
todo él que Florencia jamás se hubiera atrevido a sospechar.
-Andate,
por favor- le dijo.
-Te amo,
Flo. Te amo con todo mi corazón ¿Qué te pasa? ¿Por qué no despertás? ¿Por qué
querés vivir de verdad?
-Eso a
vos no te importa. Andate.
Hernán
Rovira se levantó y se fue en silencio. Y Florencia volvió a jurarse que jamás
pisaría de nuevo esa confitería.
Pero
fue después de descubrir la flor en la pared de ladrillos que Florencia
comprendió todo. Fue después de pasar semanas sin ver a Hernán que comenzó a
extrañarlo. A sentirse sola de veras al no encontrar su sonrisa dulce,
comprensiva y sus amabilidades.
Y
también comprendió que la música que creía su compañera también era en verdad,
su carcelera.
¡Era
tan simple! Hernán estaba siempre ahí. Había aparecido un día a su lado sin que
ella casi lo notara. Como esa flor en el árido panorama de ladrillos sin
revocar.
Hernán
era la Flor y
ella…¡Ella era ese muro marrón terroso, reseco, carcomido y sin vida!
Hernán
era la esperanza que el destino le tenía reservada. La esperanza que ella no
creía necesitar y que ahora sabía que necesitaba.
“Te
deseo. Me muero por besarte en la boca y por tenerte entre mis brazos”-le había
dicho él. Jamás Pablo Irizar la había dicho algo así.
Mirando
la pobre flor insertada en el muro se dio cuenta de lo ciega que había sido, de
lo torpe, de lo desdichada que transcurría su existencia.
Pobre
flor, pobre y humilde flor tratando de llamar su atención, emergiendo de un
lugar impensado del alma.
Sentada
a solas en aquel sofá Florencia se dio cuenta de cuanto había comenzado a
amarlo. Se encontró deseando esos besos prometidos, anhelando sentir la
cercanía de su piel y de aquel suave perfume varonil que Hernán usaba. ¡Cuantas
cosas sabía de Hernán que no sabía que sabía!
Estúpida,
ciega, tonta. El amor estaba allí, silencioso, callado, anhelante, esperando… y
ella…ella solo hablaba de amistad.
Se
levantó y fue hasta la ventana. Atardecía y soplaba un frío viento otoñal.
Florencia se estremeció. La flor no resistiría. Ese viento se la llevaría,
desgarraría sus pétalos y los desperdigaría hacía lugares lejanos y extraños.
Ese
viento era como ella misma. Ciego y estúpido. Un viento que simplemente pasaba
arrasando con las cosas pequeñas y humildes como la esperanza. Florencia se
aborreció a sí misma. Y se encontró rogando que la flor resistiera los embates
de aquel ciego y maldito viento nocturno que pretendía arrasarla.
Y el
viento sopló toda la noche. Una noche en que Florencia pegó poco y nada los
ojos…
Y
cuando amaneció, no se atrevió a mirar la pared de color marrón terroso. Temía
descubrir que la flor ya no estaba. Temía descubrir que la pequeña esperanza de
silvestres pétalos perfumados había sido cruelmente desgajada.
Desayunó
y salió de prisa.
Hernán
se quedó mirándola, asombrado. Ella había tocado el timbre de la puerta de su
departamento y al abrir, él la descubrió. Y allí estaban los dos, mudos y
frente a frente- Sin pronunciar una palabra. Florencia trataba de hablar pero
no podía. Tenía un nudo en la garganta. Sentía que sus piernas vacilaban y no
sabía como se sostenía en pie. Se miraron durante unos largos momentos. Una eternidad
de momentos…
Las
pupilas de Florencia estaban brillantes. Luego, dos minúsculas lágrimas
descendieron como un caudal salobre por la curva de sus mejillas indicando la
correntada de sentimientos que la desbordaba.
Entonces
Hernán abrió sus brazos y ella se precipitó hacía él. Le ofreció sus labios
sedientos de besos y él le dio el manantial de los suyos.
Después,
cuando Florencia regresó a su casa observó detenidamente la pared de color
marrón terroso. Y la flor ya no estaba allí. Buscó y buscó hasta encontrar una
pequeña raíz deshilachada. En el suelo, encontró algunos pétalos diseminados.
Pobre flor. Pobre hermosa y humilde flor. Florencia la amó más que nunca en ese
momento y se dio a la tarea de recoger con infinito cuidado los pétalos que
encontró.
Estaba
segura de que la flor había resistido hasta el último instante. Que la
esperanza ahora ya no era necesaria, porque el amor que había encontrado en
Hernán ya era una realidad.
Besó
los pétalos y los llevó adentro. Los colocó en el interior de un libro de
poemas que era su favorito y los conservó por mucho, mucho tiempo.
Y al
nacer Noelia, su primera hija, todavía los tenía. Y cuando Noelia cumplió diez
años le contó la historia de aquella flor que germinó y sobrevivió en el más
inhóspito de todos los lugares.
Ya
saben, hablo de los desiertos del alma.
F I N
(c) Armando S. Fernández
No hay comentarios:
Publicar un comentario