Adriana
lo veía todos los días en el subte rumbo a su trabajo. Desde hacía algo más de
seis meses que lo contemplaba con intriga y curiosidad. No recordaba
exactamente cuándo fue el día en que se fijó por vez primera en él pero estaba
segura que había sido un día de invierno. De esos de ventanillas cerradas y
gente que tose y estornuda. Él tenía la nariz roja como un tomate y Adriana
estaba segura que también, algún grado de fiebre.
Le
pareció casi un niño a primera vista, pero luego le calculó unos veinte años
por lo menos. Ella tenía diecisiete y habitualmente tomaba el subterráneo de la
línea “A” en la estación Piedras con rumbo a la zona de Plaza Once. Él bajaba una paradas antes y ella se quedaba
mirando cómo se perdía entre la gente. Siempre iba correctamente vestido y
tenía aspecto de empleado de oficina. Tenía manos finas, anteojos y cara de
muchacho asustado pero Adriana lo encontraba irremediablemente atractivo.
Le
había despertado también, el costado maternal que toda mujer tiene y poco a
poco, ese joven que no cesaba de espiar a escondidas, con disimulo entre los
pasajeros, durante el viaje que solían compartir comenzó a entrar en sus
pensamientos.
Adriana
trabajaba y estudiaba y soñaba con independizarse de sus padres, alquilar un
departamento chico e irse a vivir sola para descubrir su destino. No resultaría
fácil, lo sabía. Pero era obstinada y ahorraba todo lo que podía. Cuidaba su
trabajo en aquella tienda de Once con celo, pues no tenía intenciones de
engrosar las filas de desocupados.
Pasaban
los días, las paradas, la gente…
Se había enamorado de él. Era cabalmente
cierto. Eso podía parecer absolutamente loco y kafkiano porque se trataba de un
desconocido, pero así era. Se decía que si llegaba a conocerlo, a lo mejor
terminaba desilusionándose. Podía pasar, claro. Todo puede pasar en las
relaciones humanas. Pero Adriana estaba dispuesta a darse una oportunidad de
conocerlo.
No
sabía cómo hacer. Cómo iniciar un dialogo con él. ¿Acaso fingir un tropiezo?
¿Dejar caer algo al piso y que él se agachara a recogerlo para... solo poder
sonreírle…? ¿Podría descubrirla solo en un instante...?
Pero
ella sentía que se moría de vergüenza de sólo pensarlo. No se atrevía, aunque
estaba segura (dentro de lo que podía estarse) de que a veces él también la
miraba.
Pensaba
cada vez más en él. ¿Cómo se llamaría? ¿Carlos, Mario, Damián, Rodrigo...? No
se puede adivinar un nombre guiándose por una cara. A veces viajaban juntos.
Algunas, sentados uno al lado del otro. Pero siempre sin hablarse. A ella se le
secaba la garganta cuando lo sentía próximo, sentía que iba a morirse a su
lado… respiraba hondamente y emitía un suspiro cuando se iba. ¿Le pasaría lo
mismo a él?
El
asunto ya comenzaba a preocuparle sobremanera, de tal modo que interfería a veces
en la concentración necesaria para sus rutinas. Su madre terminó por notarlo
irremediablemente.
-
¿Algún problema, nena?
-
Sí, estoy enamorada... un grave problema -dijo ella mordisqueando la lapicera
con la cual estaba tomando apuntes.
-
Maravilloso. Y... ¿Cómo se llama?
-
Ése es el asunto, mami. Aún no lo sé.
Su
madre se la había quedado mirando perpleja.
La
cosa podía haberse eternizado, o él simplemente dejar de viajar a esa misma
hora y desaparecer de su vida. Preocupada por esto, Adriana tomó una resolución
heroica.
Vino
en su ayuda una idea que tuvo al ver una película una noche por TV. Era una
cinta policial de la cual ni siquiera recordó la trama. Pero sí una escena que
le quedó grabada en la memoria. En ella, la heroína del film le entregaba a un
policía, como al pasar y con riesgo de su vida, un papelito con una información
vital.
Se
quedo tiesa. Cuando la heroína triunfó sobre los peligros Adriana recordó aquel
viejo adagio “El que no arriesga, no gana..."
Ese
día estaba nerviosa en el andén,
esperando entre la gente. Subió nerviosa a uno de los vagones. Allí estaba él,
sentado junto a una de las puertas corredizas. Adriana se fue ubicando despacio
entre la gente hasta llegar a su proximidad. Cruzaron miradas durante el viaje.
Ya estaban llegando a Plaza Miserere donde Adriana sabía que él, su ilusión de
nombre desconocido, descendía una parada antes, en la estación Alberti.
Entonces
resopló, juntó coraje e introdujo la mano en su bolsillo. De allí sacó un sobre
cerrado y pequeño que le dio justo cuando él se levantaba para bajarse.
Obviamente, el gesto sorprendió al muchacho que, afortunadamente tomó el sobre y luego
descendió.
Adriana y el desconocido se quedaron mirando.
Ella sentada en el lugar que él había ocupado (junto a la ventanilla) y él,
parado en la plataforma, aturdido contemplándola entre la gente que iba y venía
como hormigas.
Sabía
las palabras que él encontraría cuando abriera el sobre. Algo que decía como:
"A
lo mejor estoy loca, pero quiero conocerte porque siento que podés ser el amor
de mi vida. Adriana"
Pasó
un día complicado en su empleo de la tienda pensando en lo que había hecho.
¿Cómo reaccionaría él? ¿Qué pensaría de ella? Tal vez nada bueno, quizás la
confundiría con una alguna chica vulgar y eso era lo más probable. Comenzó a
aborrecer secretamente la idea que había ejecutado.
Esa
noche en su casa, apenas si probó bocado y durmió bastante mal. Se levantó
temprano, se arregló como nunca, se puso el mejor vestido que tenía y cuando
llegó a la plataforma de la estación Piedras, sentía que le temblaban las
piernas. Casi estuvo a punto de dejar pasar el tren de las 8,05 hs que
puntualmente tomaba para evitar tener que verlo. Pero razonó que eso no tendría
sentido. Tarde o temprano seguro que deberían encontrarse. Volvió a reunir
fuerzas y ascendió al convoy.
Al
subir, vio que él estaba allí, sentado exactamente en el mismo asiento de la
jornada anterior. Colmada de dudas y vacilaciones se fue acercando. Temblaba,
pensando en lo que él podría decirle...
Pero
para su sorpresa, él ni siquiera la miró durante el viaje y menos aún le
dirigió la palabra. Adriana se sintió desfallecer. Con un nudo en la garganta,
estuvo a punto de bajarse a mitad del trayecto.
¿Ni siquiera la tomaba en cuenta?
Se
hubiera puesto a lagrimear de furia, de impotencia de no tener tanta gente
alrededor.
Estaban
llegando a la estación Alberti, él se levanto y pasó a su lado.
Súbitamente
Adriana percibió que le ponía algo en el bolsillo de su chaqueta. Fue tan
repentino, que no le dio tiempo a reaccionar. El muchacho descendió y se la
quedó mirando en la plataforma mientras la formación volvía a reanudar la
marcha.
Era
un sobre blanco, similar al que ella le entregara. La muchacha lo desgarró,
impaciente y nerviosa. Había una nota escrita con cuidada caligrafía:
"Te
juro que no sabía cómo hacer para hablarte. Mañana es sábado. Estaré en la
estación Alberti a las doce. No sé si vas a estar, pero allí esperaré.
Martín."
Martín.
¡Se llamaba Martín!
Adriana
estrujo la nota contra su pecho y sus ojos se le pusieron húmedos. Estaba
aturdida, tanto, tan emocionada se sentía, que ese día se bajó en la estación
Río de Janeiro, tres paradas más allá de donde debía hacerlo.
F I N
(c) Armando S. Fernández
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