11/7/15

Cuento: La Pasajera

Adriana lo veía todos los días en el subte rumbo a su trabajo. Desde hacía algo más de seis meses que lo contemplaba con intriga y curiosidad. No recordaba exactamente cuándo fue el día en que se fijó por vez primera en él pero estaba segura que había sido un día de invierno. De esos de ventanillas cerradas y gente que tose y estornuda. Él tenía la nariz roja como un tomate y Adriana estaba segura que también, algún grado de fiebre.
Le pareció casi un niño a primera vista, pero luego le calculó unos veinte años por lo menos. Ella tenía diecisiete y habitualmente tomaba el subterráneo de la línea “A” en la estación Piedras con rumbo a la zona de Plaza Once. Él  bajaba una paradas antes y ella se quedaba mirando cómo se perdía entre la gente. Siempre iba correctamente vestido y tenía aspecto de empleado de oficina. Tenía manos finas, anteojos y cara de muchacho asustado pero Adriana lo encontraba irremediablemente atractivo.
Le había despertado también, el costado maternal que toda mujer tiene y poco a poco, ese joven que no cesaba de espiar a escondidas, con disimulo entre los pasajeros, durante el viaje que solían compartir comenzó a entrar en sus pensamientos.
Adriana trabajaba y estudiaba y soñaba con independizarse de sus padres, alquilar un departamento chico e irse a vivir sola para descubrir su destino. No resultaría fácil, lo sabía. Pero era obstinada y ahorraba todo lo que podía. Cuidaba su trabajo en aquella tienda de Once con celo, pues no tenía intenciones de engrosar las filas de desocupados.

Pasaban los días, las paradas, la gente…
 Se había enamorado de él. Era cabalmente cierto. Eso podía parecer absolutamente loco y kafkiano porque se trataba de un desconocido, pero así era. Se decía que si llegaba a conocerlo, a lo mejor terminaba desilusionándose. Podía pasar, claro. Todo puede pasar en las relaciones humanas. Pero Adriana estaba dispuesta a darse una oportunidad de conocerlo.
No sabía cómo hacer. Cómo iniciar un dialogo con él. ¿Acaso fingir un tropiezo? ¿Dejar caer algo al piso y que él se agachara a recogerlo para... solo poder sonreírle…? ¿Podría descubrirla solo en un instante...?
Pero ella sentía que se moría de vergüenza de sólo pensarlo. No se atrevía, aunque estaba segura (dentro de lo que podía estarse) de que a veces él también la miraba.
Pensaba cada vez más en él. ¿Cómo se llamaría? ¿Carlos, Mario, Damián, Rodrigo...? No se puede adivinar un nombre guiándose por una cara. A veces viajaban juntos. Algunas, sentados uno al lado del otro. Pero siempre sin hablarse. A ella se le secaba la garganta cuando lo sentía próximo, sentía que iba a morirse a su lado… respiraba hondamente y emitía un suspiro cuando se iba. ¿Le pasaría lo mismo a él?
El asunto ya comenzaba a preocuparle sobremanera, de tal modo que interfería a veces en la concentración necesaria para sus rutinas. Su madre terminó por notarlo irremediablemente.
- ¿Algún problema, nena?
- Sí, estoy enamorada... un grave problema -dijo ella mordisqueando la lapicera con la cual estaba tomando apuntes.
- Maravilloso. Y... ¿Cómo se llama?
- Ése es el asunto, mami. Aún no lo sé.
Su madre se la había quedado mirando perpleja.



La cosa podía haberse eternizado, o él simplemente dejar de viajar a esa misma hora y desaparecer de su vida. Preocupada por esto, Adriana tomó una resolución heroica.
Vino en su ayuda una idea que tuvo al ver una película una noche por TV. Era una cinta policial de la cual ni siquiera recordó la trama. Pero sí una escena que le quedó grabada en la memoria. En ella, la heroína del film le entregaba a un policía, como al pasar y con riesgo de su vida, un papelito con una información vital.
Se quedo tiesa. Cuando la heroína triunfó sobre los peligros Adriana recordó aquel viejo adagio “El que no arriesga, no gana..."



Ese día  estaba nerviosa en el andén, esperando entre la gente. Subió nerviosa a uno de los vagones. Allí estaba él, sentado junto a una de las puertas corredizas. Adriana se fue ubicando despacio entre la gente hasta llegar a su proximidad. Cruzaron miradas durante el viaje. Ya estaban llegando a Plaza Miserere donde Adriana sabía que él, su ilusión de nombre desconocido, descendía una parada antes, en la estación Alberti.
Entonces resopló, juntó coraje e introdujo la mano en su bolsillo. De allí sacó un sobre cerrado y pequeño que le dio justo cuando él se levantaba para bajarse. Obviamente, el gesto sorprendió al muchacho que,  afortunadamente tomó el sobre y luego descendió.
 Adriana y el desconocido se quedaron mirando. Ella sentada en el lugar que él había ocupado (junto a la ventanilla) y él, parado en la plataforma, aturdido contemplándola entre la gente que iba y venía como hormigas.
Sabía las palabras que él encontraría cuando abriera el sobre. Algo que decía como:
"A lo mejor estoy loca, pero quiero conocerte porque siento que podés ser el amor de mi vida. Adriana"



Pasó un día complicado en su empleo de la tienda pensando en lo que había hecho. ¿Cómo reaccionaría él? ¿Qué pensaría de ella? Tal vez nada bueno, quizás la confundiría con una alguna chica vulgar y eso era lo más probable. Comenzó a aborrecer secretamente la idea que había ejecutado.
Esa noche en su casa, apenas si probó bocado y durmió bastante mal. Se levantó temprano, se arregló como nunca, se puso el mejor vestido que tenía y cuando llegó a la plataforma de la estación Piedras, sentía que le temblaban las piernas. Casi estuvo a punto de dejar pasar el tren de las 8,05 hs que puntualmente tomaba para evitar tener que verlo. Pero razonó que eso no tendría sentido. Tarde o temprano seguro que deberían encontrarse. Volvió a reunir fuerzas y ascendió al convoy.
Al subir, vio que él estaba allí, sentado exactamente en el mismo asiento de la jornada anterior. Colmada de dudas y vacilaciones se fue acercando. Temblaba, pensando en lo que él podría decirle...
Pero para su sorpresa, él ni siquiera la miró durante el viaje y menos aún le dirigió la palabra. Adriana se sintió desfallecer. Con un nudo en la garganta, estuvo a punto de bajarse a mitad del trayecto.
 ¿Ni siquiera la tomaba en cuenta?
Se hubiera puesto a lagrimear de furia, de impotencia de no tener tanta gente alrededor.
Estaban llegando a la estación Alberti, él se levanto y pasó a su lado.
Súbitamente Adriana percibió que le ponía algo en el bolsillo de su chaqueta. Fue tan repentino, que no le dio tiempo a reaccionar. El muchacho descendió y se la quedó mirando en la plataforma mientras la formación volvía a reanudar la marcha.
Era un sobre blanco, similar al que ella le entregara. La muchacha lo desgarró, impaciente y nerviosa. Había una nota escrita con cuidada caligrafía:
"Te juro que no sabía cómo hacer para hablarte. Mañana es sábado. Estaré en la estación Alberti a las doce. No sé si vas a estar, pero allí esperaré. Martín."
Martín. ¡Se llamaba Martín!
Adriana estrujo la nota contra su pecho y sus ojos se le pusieron húmedos. Estaba aturdida, tanto, tan emocionada se sentía, que ese día se bajó en la estación Río de Janeiro, tres paradas más allá de donde debía hacerlo.




F I N


(c) Armando S. Fernández

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